Cuando el PR y el PAN, con el apoyo del extinto PRD, aprobaron reformas del Pacto por México de Peña Nieto, miles de humildes maestros interpusieron amparos contra la reforma constitucional educativa, los jueces y magistrados de entonces declararon notoriamente improcedentes todos esos amparos, porque señalaron son improcedentes estos medios de impugnación ante cambios constitucionales. Ahora que son juez y parte, varios juzgadores pretenden cínicamente modificar reformas constitucionales que solo corresponden al Constituyente permanente. 


Es fundamental recordar que la defensa de la supremacía constitucional y la impugnabilidad de las reformas aprobadas por el supremo poder reformador no es solo un ejercicio técnico, sino una afirmación clara de que la voluntad democrática y soberana de una nación debe prevalecer sobre cualquier intento de limitarla o someterla a controles ajenos a su espíritu original.


La Constitución es la piedra angular de nuestra vida institucional. En ella reside la manifestación suprema de la voluntad del pueblo, quien, a través de sus representantes legítimos, ha plasmado los principios fundamentales que guían nuestra convivencia. Este documento no es simplemente un texto jurídico más, sino la expresión de la soberanía popular en su forma más pura. Por eso, afirmamos con toda convicción que la supremacía constitucional es innegociable. Ninguna norma, ninguna autoridad, ninguna instancia, debe tener el poder de contradecirla o de poner en duda su legitimidad.


Pero junto con la supremacía constitucional, debe defenderse con igual firmeza la impugnabilidad de las reformas constitucionales aprobadas por el poder reformador. Este poder, investido de la capacidad de adaptar nuestra Carta Magna a las nuevas realidades y desafíos del tiempo, es la máxima expresión de la soberanía del pueblo. A través de sus representantes, el pueblo tiene el derecho incuestionable de modificar, actualizar y perfeccionar su Constitución, siempre dentro de los procedimientos que el propio texto establece.


 A quienes critican esta postura, argumentando que las reformas constitucionales deben estar sujetas a algún tipo de control o supervisión adicional, les decimos: ¿Quién puede arrogarse el derecho de fiscalizar la soberanía popular?. Aquellos que pretenden poner límites externos al poder reformador están, en realidad, erosionando el principio fundamental de la democracia: que el poder emana del pueblo y no puede ser subyugado por intereses particulares, ni por élites intelectuales, ni por interpretaciones arbitrarias de principios jurídicos.

El poder reformador no es una fuerza cualquiera. Es el poder supremo derivado de la soberanía original que creó la Constitución. Y si bien puede parecer que al otorgar al poder reformador una autoridad impugnable estamos abandonando cualquier control, en realidad lo que estamos haciendo es reafirmar el control más alto que existe: el de la voluntad del pueblo soberano. Pretender que las reformas constitucionales deben ser revisadas o invalidadas es desconocer el carácter especial de este poder y su conexión directa con la soberanía popular.

Por eso, es fundamental comprender que cualquier intento de limitar la impugnabilidad de las reformas constitucionales es, en el fondo, un ataque a la democracia misma. Se trata de un intento de desconfiar de los procedimientos democráticos establecidos, de dudar de la capacidad de nuestros representantes para interpretar las necesidades de la sociedad, y de entregar el poder de reformar la Constitución a instancias no elegidas por el pueblo, ajenas al mandato democrático.

Los opositores a esta postura suelen argüir que el poder reformador debe tener límites para evitar abusos. Pero, ¿acaso no es el propio pueblo, a través de sus representantes y mecanismos establecidos, el mejor garante de que no se violen los principios fundamentales? No hay mayor control que la responsabilidad democrática ante el electorado. Cualquier intento de imponer limitaciones externas solo aleja al pueblo de su capacidad de autogobierno.

Quienes proponen la revisión o control de las reformas, en nombre de una supuesta protección de los principios constitucionales, están en realidad negando al propio poder constituyente su facultad soberana. Confunden el poder constituido —que opera bajo los límites de la Constitución— con el poder reformador, que tiene la facultad soberana de modificar esos límites cuando la realidad social lo requiere. Al hacerlo, están debilitando el propio fundamento del Estado de Derecho, al subordinar la soberanía del pueblo a esquemas de control que, lejos de proteger la Constitución, la congelan y le impiden responder a los cambios y desafíos de cada época.

En conclusión, debemos reafirmar que la supremacía constitucional y la inimpugnabilidad de las reformas constitucionales son dos caras de la misma moneda. No podemos defender la supremacía de la Constitución si al mismo tiempo debilitamos la capacidad soberana del poder reformador para adaptarla. Este poder no es solo un mecanismo técnico de cambio, sino una manifestación viva de la soberanía popular. Cualquier intento de limitar o revisar sus decisiones es un atentado contra la democracia misma.

Por eso, defendamos con firmeza la idea de que las reformas constitucionales, cuando son aprobadas por los cauces legítimos del poder reformador, son inimpugnables, porque detrás de ellas está la voz más alta de la sociedad: la voz del pueblo soberano.

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