
Pocas palabras son tan universales y, al mismo tiempo, tan misteriosas como felicidad. La escuchamos a diario, la perseguimos en silencio, la prometemos a los demás… pero ¿sabemos realmente qué es?
Quizá lo más humano que tenemos es precisamente esa búsqueda permanente de bienestar, de plenitud, de equilibrio entre lo que deseamos y lo que somos. Cada persona le da su propio significado, pero al final todos coincidimos en lo esencial: queremos ser felices.
Vivimos en una época en la que el éxito se mide con métricas, y con resultados tangibles. Pero hay algo que los números no capturan: la paz interior, la conexión con los demás, el propósito. La felicidad no se mide en cifras, sino en momentos. En lo que dura una sonrisa sincera, una tarde tranquila o una conversación que te reconcilia con la vida.

Desde la antigua Grecia, pensadores han intentado definirla. Para Aristóteles, la felicidad (eudaimonía) era el fin último de la existencia humana: vivir de acuerdo con la virtud. Epicuro la entendía como la búsqueda del placer moderado, del disfrute sencillo. Los estoicos, en cambio, afirmaban que la verdadera felicidad estaba en la serenidad interior, en aceptar lo que no podemos cambiar.
Siglos más tarde, durante la Ilustración, la felicidad se transformó en un derecho: algo que los gobiernos y las sociedades debían garantizar. De hecho, la Constitución de Estados Unidos la menciona entre los principios fundacionales: “la búsqueda de la felicidad”.
Hoy, la ciencia también ha intentado entender este fenómeno. Uno de los estudios más largos y reveladores es el Estudio de Harvard sobre la Felicidad, que lleva más de 85 años siguiendo la vida de cientos de personas. Su conclusión es tan simple como poderosa: las relaciones humanas son la clave de la felicidad. No es el dinero, ni la fama, ni los logros personales lo que nos hace felices, sino la calidad de los vínculos que cultivamos.
La psicología positiva, impulsada por Martin Seligman, define la felicidad a través del modelo PERMA, que agrupa cinco componentes esenciales:
Logros, el esfuerzo que culmina en satisfacción.
- Emociones positivas, como la gratitud o la esperanza.
- Compromiso, sentir que lo que hacemos nos absorbe y apasiona.
- Relaciones, el apoyo y la conexión con otros.
- Sentido, la sensación de que nuestra vida tiene propósito.
- Logros, el esfuerzo que culmina en satisfacción.

A su vez, la neurociencia ha identificado que la felicidad no es un estado mágico, sino un equilibrio químico entre dopamina, serotonina, oxitocina y endorfinas. Son los neurotransmisores del bienestar, y se activan cuando experimentamos amor, gratitud, ejercicio o generosidad.
Paradójicamente, nunca habíamos tenido tanto y, sin embargo, tantos se sienten vacíos. Vivimos en un mundo donde la comparación constante amplificada por las redes sociales genera ansiedad, insatisfacción y la sensación de que nunca es suficiente. La promesa del bienestar se ha convertido en una carrera interminable.
Y tal vez el error está en confundir felicidad con euforia. La primera es duradera, pausada y silenciosa. La segunda es fugaz y adictiva. Ser feliz no es vivir sin problemas, sino aprender a navegar con calma en medio de ellos.
Numerosos estudios recientes señalan que la felicidad duradera proviene del propósito.
Quienes sienten que su trabajo, su familia o sus acciones tienen sentido experimentan mayores niveles de bienestar. La felicidad, entonces, no se busca: se construye, paso a paso, haciendo algo que trascienda más allá de uno mismo.
Ayudar, crear, compartir, inspirar… cada acción con sentido amplifica la felicidad. Como decía Viktor Frankl, sobreviviente del Holocausto y autor de El hombre en busca de sentido:

“La felicidad no puede perseguirse; debe sobrevenir como consecuencia de dedicarse a una causa mayor que uno mismo.”
En un mundo tan polarizado, tan cargado de presiones, la felicidad también puede entenderse como un acto de resistencia. Ser feliz, cuidar la mente, construir vínculos y buscar equilibrio no es frivolidad: es salud, es humanidad. Si logramos crear entornos donde las personas puedan florecer, también construiremos sociedades más justas, empáticas y sostenibles.
La felicidad colectiva empieza con la individual. Cada sonrisa compartida, cada gesto amable, cada conversación honesta, suma.
Siempre lo he pensado y siempre lo digo a mis amigos: “Tal vez la felicidad no esté en ningún destino final, sino en el recorrido.” “La felicidad no esta en el objetivo, esta en la camino” Está en los detalles: en un amanecer, en la risa de un hijo, en el abrazo que llega cuando más se necesita, el compartir con un amigo, en la certeza de que aunque la vida no siempre sea perfecta vale la pena vivirla.
La felicidad no es una meta; es un estado que se cultiva. Y quizá, cuando uno deja de perseguirla y empieza a vivirla.
Por Ildelfonso Aguirre
Publisher y Co-Fundador de Electoralia
Licenciado en Ciencias de la Comunicación
Máster en Publicidad por la Universidad Europea de Madrid






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